Esta historia sucedió en un pueblo ubicado en la mixteca poblana, hace muchísimos años. En ese entonces nuestros abuelos eran apenas unos niños y sus abuelos eran jóvenes fuertes. En el pueblo la Providencia, que en ese entonces no estoy seguro de que se llamara como lo conocemos ahora, cerca de donde actualmente se ubica la iglesia, misma que antes no existía, vivía una viejita conocida como doña Buchita.
Era doña Buchita como muchas abuelitas de nuestra tierra: muy chaparrita, de pelo gris peinado en dos largas trenzas sujetas la una a la otra por un cordón negro, mismas que colgaban en su espalda. Su rostro surcado por sendas arrugas producto de una larga vida repleta de grandes experiencias, no todas buenas, porque la vida de nadie es solo felicidad. Sin embargo, su mirada reflejaba la paz y sabiduría que reflejan los años cuando la gente es buena. Caminaba un poco encorvada, con la pesadez propia de los que han vivido muchos años. Bajo su gris reboso asomaban sus manos morenas, de gruesas venas, recias como es natural en las viejitas trabajadoras de aquel entonces.
Habitaba doña Buchita en una humilde casita, de esas muy pobres que se veían muy seguido en la mixteca de aquella época, y vivía sola porque los hijos se habían ido. No pregunten el año, porque nadie sabe decir exactamente cuándo sucedieron estos hechos. Si nuestros lectores alguna vez han estado en el pueblo de la Providencia, sabrán que la iglesia no siempre ha estado ahí, y es por ahí donde se ubicaba la casa de doña Buchita y es ahí, donde ocurrió nuestra historia.
En una de esas noches en las que no hay luna, en las que apenas se distinguen las siluetas de las personas y los cerros solo se presienten como enormes sombras, estaba doña Buchita sentada en su humilde casita. Alumbrada pobremente con una lamparita de petróleo, rezaba o solo pensaba. No lo sabemos.
Las personas que han pasado su vida en tierras mixtecas saben que antes no había luz eléctrica, y por las noches lo único que se escuchaba era el ruido del campo. Y efectivamente, esa noche transcurría como otras tantas, arropada por el sonido de la naturaleza pero sin luna, con el viento y los pajarillos nocturnos volando, las chicharras, el canto de algún tecolote y esos otros sonidos que las personas de campo conocen muy bien. Pero resultó que aquella noche era distinta. A lo lejos se escuchó un sonido que en ocasiones puede ser muy familiar y amable, pero en esa ocasión era en el mejor de los casos un ruido raro. Doña Buchita ya no veía bien, pero suele suceder que algunas abuelitas escuchan todo y nuestra Buchita lo escuchaba, lejano, pero clarito. Diferente a lo que estaba acostumbrada a oír del campo, no era un sonido desconocido, pero sí le extrañó, porque atrás de su casa solo había una barranca y ninguna casa. Sin embargo, tal sonido ahí seguía. Era misterioso, a veces imperceptible, por momentos desaparecía y de repente cobraba fuerza, a veces lejos, a veces cerca. Doña Buchita nunca se asustó, porque no era un sonido que inspirara miedo, era simplemente el llanto de un niño que iba desapareciendo y doña Buchita a pesar de no sentir miedo, se santiguó.
La inquietud se apoderó de Doña Buchita. No le contó a nadie lo que había escuchado, un poco por miedo a que no le creyeran y otro tanto por creer que ella lo había imaginado. Además, se sabía grande de edad y la gente a veces no da crédito a lo que cuentan los ancianos. Llegó la noche de nuevo. Doña Buchita esta vez rezaba su rosario y los ruidos nocturnos eran tan normales como siempre, hasta que a lo lejos una vez más oyó el mismo llanto de la noche anterior y ya no tuvo dudas. Era un niño el que lloraba. Cosa extraña, pensó de nuevo, porque atrás de su humilde casita no había otra cosa que una barranca y no vivía nadie. Ya antes había hecho esta reflexión, pero tuvo que repetirla, quizás para tranquilizarse porque no se animaba a salir. Y doña Buchita, a pesar de no sentir miedo, se santiguó.
Al otro día contó lo que escuchó a varias personas del pueblo y nadie le creyó, ya sea porque era viejita, por miedo o porque atrás de la casita de doña Buchita pues… no vivía nadie y solo había una barranca. Murmuraba la gente del pueblo: hay que comprender, ya’sta grande, ¡pobre viejita!
El tiempo no se detiene, la noche llegó de nuevo y ahora había luna en ella. Llegaron los sonidos del campo y doña Buchita esta vez no rezaba, simplemente esperaba, esperaba y esperaba. El sueño empezaba a ganarle cuando otra vez a lo lejos se oyó el llanto del niño que nuestra viejita escuchaba. A pesar de su visión desgastada por los años, decidió salir al amparo de la luz de la luna fiándose de su oído, porque ahí estaba aquel llanto, a veces lejos, a veces cerca. Y doña Buchita a pesar de no sentir miedo, santiguándose se dirigió a la barranca, ahí donde no vivía nadie y solo había monte. Confiando en lo que escuchaba, escudriñando a tientas, tropezando y lastimándose con las espinas, seguía buscando. Buscó y buscó, y a pesar de su corta visión lo encontró. Ahí estaba, quieto con la mirada fija y los brazos extendidos.
Era un niño pequeño que estaba de píe y ya no lloraba. Doña Buchita no dando crédito a lo que estaba viviendo, se sintió temerosa y aunque dudosa, lo tomó en brazos llevándolo a su casita humilde. Una vez ahí, lo limpió, le dio todos los cuidados, dispuso un rinconcito y lo acomodó lo mejor que pudo. Ella nunca lo había visto, sin embargo, supo su nombre enseguida y encendió una veladora.
Al amanecer contó a las gentes del pueblo lo sucedido. Varias personas acudieron a comprobar personalmente lo que doña Buchita decía y al entrar a la casita lo vieron. Ahí estaba, quieto, de pie con los brazos extendidos, mirándolos a todos mientras callaban o se santiguaban. Sobra decir que se corrió la voz por todo el pueblo, pero se mantuvieron en calma. Cayó la noche y doña Buchita después de su acostumbrado rosario, se durmió. De nuevo se oyó el llanto, a veces lejos, a veces cerca, la viejita despertó y descubrió que el niño no estaba.
Sin la menor señal de miedo, se santiguó y salió a buscarlo porque de alguna manera ya sabía dónde estaba. Guiándose de su oído, lo encontró en el mismo lugar de la noche anterior, donde estaba de pie y ya no lloraba. Lo volvió a instalar en su casita y encendió otra veladora. Decidió no decir nada, porque a veces las gentes no dan crédito a lo que cuentan los ancianos. Así pasaron dos, tres, cuatro noches. El niño se salía y lloraba. La viejita se santiguaba, lo buscaba y encontraba en el mismo lugar, de pie y sin llorar. Doña Buchita pensaba que quizás hacía mal en tenerlo, pero… ¿entonces por qué lloraba cuando estaba afuera? Y sobre todo, dejaba de llorar cuando lo encontraba. Decidió decirlo a las gentes del pueblo.
Al contar su vivencia, algunas personas del pueblo empezaron a mostrar verdadero interés y se oyeron varios consejos que solo desembocaron en asistir a casa de doña Buchita a rezar. Pero, se repitió la historia. Por las noches el niño ya no estaba, afuera se oía que lloraba y aparecía en la barranca, donde no había casas, solo monte. A pesar de los acontecimientos, no todo el pueblo daba crédito a las palabras de doña Buchita. Pero algo cambió. Esta vez ya eran varias las personas que sintiéndose atraídas, consideraban que algo especial estaba sucediendo y decidieron ayudar. De entre las personas alguien sugirió: dejemos al niño donde lo encontró doña Buchita. Pero entonces seguirá llorando… contestaron otras. No se trata solo de dejarlo en la barranca… dijo ese alguien, sino de construirle un altarcito. Respetuosamente pidieron permiso a la viejita, aceptando ella porque sabía que no era suyo, era del pueblo.
Le construyeron una capillita de basura de caña, tan humilde como el pueblo. Le colocaron ahí y encendieron muchas veladoras. Por la noche doña Buchita rezaba su rosario y escuchando los ruidos del campo, se quedó dormida. Ya no lloró el niño. Cualquiera pensaría que la historia terminaría en ese punto, sin embargo, lo extraordinario sucedió algunas noches después. No se sabe cómo, pero la capillita estaba ardiendo, quizás por la flama de una veladora que cayó al suelo o quizás por un motivo diferente, pero no lo sabemos. Esta vez todo el pueblo se congregó para ser testigos del arder de las llamas. Era imposible no verlo porque el fuego se elevaba escandalosamente iluminando aquella noche, dejando al pueblo sorprendido. Tan atónitos estaban, que se quedaron observando hasta que las llamas se apagaron, consumiéndolo todo.
Mudos ante lo que acababan de ver, no sabiendo bien qué hacer o decir, esperaban en silencio. Alguien de entre las gentes del pueblo tomó la iniciativa y se metió a buscar, sin saber exactamente si encontraría algo. Las cenizas seguían calientes. Doña Buchita, estando entre las gentes del pueblo, esbozó una sonrisa cuando ese alguien lo encontró. Ahí estaba, quieto, de pie con los brazos extendidos, mirándolos a todos mientras callaban o se santiguaban. Apenas tenía manchas de tizne y estaba completo. Esta vez ya no hubo dudas, el pueblo entero otorgó completa credibilidad a las palabras de Doña Buchita, que fue la primera en verlo y supo su nombre enseguida.
Acordaron llevar al niño a Huajuapan de León para que le quitaran las manchas de hollín y lo vistieran. Y allí donde antes solo había barranca y monte, allí donde no vivía nadie, se construyó la iglesia del Santo niño Jesús. Desde entonces en el pueblo de la Providencia, ahí sigue, quieto, de pie, con los brazos extendidos, mirándolos a todos mientras callan o se santiguan.
Cuando era niña, siempre nos llevaban a providencia montada en un burro, de mi pueblo natal San Antonio chiltepec, yo lo conozco como el santo niño de Atocha.
Agradezco mucho tu relato no sabía esa parte, aunque debo comentarte que a mí parecer hizo falta la parte del porque van a visitarlo solo en el 2 de febrero, realizandose misas, cómo fue que se volvió el patrón del pueblo,, entre otras.